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ISSN 1989-4163

NUMERO 17 - NOVIEMBRE 2010

In Ictu Oculi o Des/Hágase la Luz

Luís Arturo Hernández

      IN ICTU OCULI o DES/HÁGASE LA LUZ
(A propósito de LA PIEL DE LA TIERRA: PINTURA DE CARLOS MARCOTE. Casa de Cultura Ignacio Aldecoa, 18 de Junio a 5 de Septiembre de 2010, Vitoria-Gasteiz.)

         “El tractatus consta de las tres partes correlativas que intervienen en la operación pictórica: la primera está dedicada al ojo; la segunda a la mano y la tercera a la luz. Una se ocupa del genio, la otra de la destreza o la técnica. La tercera, que trata la parte poética, es el tratado imposible.
          (…)
          La pintura no tiene público, tiene miradas. Tiene ojos de la misma manera que el drama tiene espectadores. Una pintura es la representación del drama de la luz.”
          Salvador Elizondo, El grafógrafo, “Tractatus Rethorico-pictoricus”

                                                                            A Félix M., por su amistad.
                                                                                     Y a Chiho Nakamura,
                                                                          por su sonrisa, in memoriam.

   Pasajero lamparón de óleo solar, encendida oblea fugaz, asoma la luz, en los paisajes de Carlos Marcote (Salvatierra, Álava, 1950), en el instante mismo de fugarse hacia el horizonte, de evadirse hasta el nadir, en el tránsito iluminado de la huida, con un mohín de pudor, como una sonrisa esbozada, titubeante, un sí es no es insinuado con celeridad de despedida —y valga tal prosopopeya del paisaje, tan lejos del alegorismo como de la antropomorfización, implícita ya desde el título: La piel de la tierra/Lurraren azala—.

   Y es que bajo el ojo que inmortaliza ese vaivén de la luz —el ojo de Marcote, ese que todo lo ve—, la mano que pinta anima la tierra desde umbrío musgo a rabioso verdín —campiña de lanugo, mullido tapiz, soto bordado, lejanía de puntillas—, mima su corteza de terciopelo con la caricia de cierto pelo de la dehesa —pelo del pincel—, que eriza los vellos —el vello también es bello—, y que hace nacer del tacto el fruto de la Naturaleza, tibia y regocijada bajo la huella dactilar de sol, estremecida —al punto— por la sombra anémica de epifanía, en una feliz sinestesia —una mano que ilumina con dedos que dan a luz— de la imposición de manos, al contacto genésico de la punta de ese dedo índice proteico del pintocrátor que es el pincel, que peina el campo —más que rastrillar, arar o esquilmarlo— y lo tienta con yemas que perfilan el cutis de la tierra con la carnosidad de la luz, medallón de sol en la palma de la mano abierta demorándose en el prodigio.

   Porque en esa mirada lírica a fuer de realista —a medio camino entre idealista naïf y fauve domesticada—, el ojo que mece la mano recrea el pasaje de una luz resbaladiza, cohibida, esquiva, del paisaje —¿acaso del paisanaje que brilla por su ausencia?— de la llanada alavesa —este marco incomparable de Marcote— en una elucidación que, más allá de difuminarse o esfumarse, se deleita en desintegración de ondas o corpúsculos, en su transitoriedad: un ángelus panteísta —pasa un ángel—, luz de gas —que agoniza—, SIC TRANSIT LUX MUNDI.

                       

Marcote

 

 

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